Famulus
Miquel Bassols
Presidente de la AMP
Este próximo VIII ENAPOL nos convoca al trabajo con el tema: “Asuntos de familia — sus enredos en la práctica”. La novela familiar está presente, en efecto, desde el principio de la práctica del psicoanálisis y en el discurso del sujeto contemporáneo, pero su “asunto” ha cambiado sustancialmente. Y es que la actualidad de las transformaciones de la familia plantea nuevas cuestiones que sólo pueden abordarse más allá de la estructura clásica del Edipo y de sus formas patriarcales.
El sujeto sigue siendo, sin embargo, igualmente siervo de la familia y de su discurso: “Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla”[1]. Y este “nos”, subraya Lacan, debe entenderse como un complemento directo, en el sentido de que somos hablados por nuestra familia en esa trama de discursos que llamamos destino.
Sirva entonces la siguiente referencia etimológica para señalar de entrada las resonancias que el término “familia” incluye desde sus orígenes. Del latín famulus: esclavo, siervo, sirviente, sometido. En su principio la familia era equivalente al ámbito de posesión y ordenación del conjunto del patrimonio, lo que incluía tanto a los parientes como a los sirvientes que se alimentaban en la casa del amo. La marca del significante amo se hace escuchar así en el origen de la organización simbólica que conocemos en todas las estructuras de parentesco como familia.
La familia: sistema simbólico y aparato de goce
Los estudios de la historia y la antropología de la familia han mostrado hace tiempo que su estructura no puede definirse como una unidad natural basada en la finalidad de la reproducción. La familia humana, institución que ha registrado sucesivos cambios a lo largo de su historia, es una estructura de relaciones simbólicas que no siempre se superpone ni coincide con la unidad biológica, unidad con la que a veces se la confunde. Y cuando se superpone a ella, esta estructura simbólica de relaciones que rigen el parentesco y la descendencia modifica de forma tan radical la supuesta unidad natural de la familia que podemos muy bien decir que la ha desnaturalizado ya por completo. No hay, de hecho, nada natural en la familia. La semejanza que se observaba entre sus miembros habituales en Occidente desde el siglo XIX – el padre, la madre y los hijos – con la familia biológica es, como señaló muy pronto Lacan[2], una semejanza absolutamente contingente que el pensamiento se ve tentado a considerar como una comunidad de estructura basada directamente en la constancia de los instintos.
De modo que, en primer lugar, debemos entender la familia como un sistema simbólico de relaciones organizadas por un significante amo que sólo de manera contingente se identifica con los fines naturales de la reproducción y la descendencia. Estas contingencias se hacen hoy todavía más patentes y diversas por las incidencias que la técnica tiene sobre lo real del cuerpo, hasta el punto de haber modificado la organización misma que el significante amo comandaba sobre la economía del goce. Hoy puede pedirse muy bien una familia hecha a medida del fantasma de cada uno.
Ya sea con las nuevas técnicas de reproducción, con las formas de filiación por adopción, con las nuevas familias monoparentales o con el reconocimiento de las parejas homosexuales, se hace más evidente si cabe la naturaleza perdida de la familia biológica. Así, en buena parte de países, más de la mitad de las familias han dejado ya de responder a la estructura clásica del matrimonio con hijos.
En las sociedades patriarcales, sostenidas en la prevalencia del Nombre del Padre, el falo como significante amo ordena el intercambio de las mujeres entre clanes de acuerdo a la ley de la exogamia. Tal como señaló Lévi-Strauss, son los hombres los que intercambian mujeres, no al contrario. La polémica sobre la universalidad de esta ley cambia de sentido si se tiene en cuenta lo que Lacan formalizó de la estructura del Edipo freudiano con la conocida fórmula de metáfora paterna[3]. Si los hombres intercambian mujeres entre ellos según la ley fálica, las mujeres intercambian el falo por el hijo, introduciendo en la lógica de las leyes del parentesco un elemento singular que no puede reducirse ya a la pura acción del significante. El goce femenino, implícito de múltiples maneras en las siglas DM que cifran en aquella fórmula el Deseo de la Madre, hunde las raíces de este deseo materno en un campo que está siempre más allá, o más acá, del goce fálico. Es el campo del goce femenino, el goce del Otro, que anida en toda unidad familiar.
Dicho de otra manera: toda familia es un aparato de goce, un modo de resguardar el secreto del goce como innombrable, incluso como abyecto.
De la familia-síntoma a la familia-sinthome
Digamos entonces que es en este Otro campo del goce, más allá o más acá del falo, donde habita el secreto de toda familia, su principal asunto, ya esté más o menos ordenada por las leyes clásicas del parentesco. Es el secreto de la pareja familiar, ya sea homosexual o heterosexual en su forma manifiesta, monoparental o no, pero velando siempre el Héteros del goce femenino.
Hoy nos encontramos ante nuevas formaciones familiares que se ordenan alrededor de este secreto del goce como Héteros, como heterogéneo a cualquier ordenación gobernada por el significante del Nombre del Padre. De ahí las dificultades para promover desde la política clásica una “planificación familiar” que sea armónica y conforme a las nuevas formas de goce. El verdadero siervo de la familia, su famulus, es de hecho el “sujeto del goce”, término que Lacan utilizó una sola vez para marcar el paso que va desde el sujeto del significante hacia el futuro parlêtre que vendrá al primer plano de la escena al final de su enseñanza.[4] Pero ese “sujeto del goce” es la anticipación del ser hablante que será correlativo de la noción de sinthome.
En este sentido, cada ser hablante es siervo del secreto del goce familiar —extrañamente familiar finalmente— que un análisis ayuda a descifrar. A los enredos actuales de las nuevas formas de parentesco que conforman el grupo familiar, hay que añadir pues los enredos que las nuevas formas de goce introducen para hacer de este secreto el ombligo de lo real, alrededor del cual giran las nuevas formaciones familiares con todas sus variaciones. Los vínculos familiares se hacen y se deshacen hoy así según las formas cada vez más singulares del goce sintomático.
A los síntomas clásicos que se ordenaban según el discurso de la novela familiar patriarcal, hay que añadir ahora la dimensión del sinthome en la que el psicoanálisis sitúa lo más singular y opaco del goce del síntoma, aquello que lo hace absolutamente incomparable a otro.
Se trata entonces, en nuestro estudio de los nuevos asuntos y enredos de la familia, de pasar de una clínica del síntoma, como articulación significante del secreto familiar, hacia una clínica del sinthome como forma singular del goce en el ser hablante. Cada uno es en realidad fruto del malentendido del goce familiar, malentendido del que Lacan se declaraba traumatizado por el hecho de ser hablado por él antes que llegar a hablar de él.
Familia y estructuras clínicas
Cuando Jacques-Alain Miller introdujo un tema muy cercano al de este VIII ENAPOL[5], lo hizo tomando como referencia el breve texto de Lacan que tituló “Nota sobre el niño”[6]. Se trata de dos breves y muy conocidos comentarios enviados a Jenny Aubry donde Lacan localiza el lugar del niño en relación al secreto del goce en la pareja parental, más allá del “fracaso de las utopías comunitarias” en las que se sigue empantanando el ideal que conformaría el buen grupo familiar.
El secreto del goce familiar se encarna de manera eminente en el niño, cuyo síntoma representa tantas veces el retorno de la verdad de ese secreto. Y ello bajo las tres formas señaladas por Lacan y subrayadas por Jacques-Alain Miller según las cuales el niño encarna este secreto para “testimoniar de la culpabilidad, servir de fetiche o encarnar un rechazo primordial; estas tres versiones reflejan, me parece, la neurosis, la perversión y la psicosis”.[7] Se ordenan así las tres estructuras de nuestra clínica clásica: el niño que hace retornar en la neurosis la culpa reprimida de los padres, el que encarna en la perversión la renegación de un goce fetichista, el que en la psicosis devuelve desde lo real el rechazo primordial de un goce imposible de simbolizar. Podemos encontrar hoy múltiples referencias clínicas para esta repartición de estructuras.
Que esta clínica estructural quede hoy subsumida en la nueva clínica del parlêtre, en la que tratamos al cuerpo hablante afectado por el goce de lalengua, no debería dejar de lado la investigación sobre la actualidad de la lógica de los Nombres del Padre en su pluralización. La referencia al Complejo de Edipo freudiano sigue siendo aquí necesaria para entender buena parte de los enredos familiares: “Retiren el Edipo y el psicoanálisis en extensión (…) se vuelve enteramente jurisdicción del delirio del presidente Schreber”.[8]Antes bien, el mapa de la clínica estructural que distingue neurosis, psicosis y perversión puede releerse hoy a la luz de la clínica del parlêtre para distinguir, en cada estructura clínica, dos vertientes diferentes: la vertiente de las identificaciones familiares y la vertiente de los acontecimientos de cuerpo que funcionan fuera de la identificación con el Padre. Éric Laurent ha subrayado recientemente las importantes consecuencias de esta perspectiva clínica “altamente política”[9]. Aunque el analista no recibe ni trata a la familia como tal, hay en efecto una política del síntoma de la familia que debemos estudiar en esta dirección para saber tratarlo en cada sujeto.
La economía del goce reordena la familia
Desde la nueva perspectiva de la clínica del parlêtre las relaciones familiares pueden considerarse entonces como un vínculo social que existe en el lugar de la inexistencia de la relación entre los sexos. Es por eso que la familia ha intentado desde siempre ordenar la relación sexual con las identificaciones masculina y femenina, más o menos estandarizadas. Las identificaciones familiares dicen al sujeto qué hacer con un goce autista que, de entrada, no tiene un objeto fuera del propio cuerpo. Su función simbólica ha sido articular un saber para regular lo real del goce, incluso para imponerlo. Pero para el psicoanálisis se trata precisamente, por decirlo así, de “des-familiarizar” al sujeto en su relación con el goce y de introducirse por esa vía en una clínica más allá del Edipo. Tal como indicaba Jacques-Alain Miller: “Cuando el orden simbólico era concebido como un saber que regula lo real y le impone su ley, la clínica estaba dominada por la oposición entre neurosis y psicosis. Ahora el orden simbólico es reconocido como un sistema de semblantes que no manda sobre lo real sino que le está subordinado. Un sistema que responde a lo real de la relación sexual que no hay”.[10]
Del mismo modo, la familia como sistema de semblantes, de significantes que intentan ordenar el goce, se revela hoy como un artificio subordinado a lo real de la inexistencia de la relación entre los sexos. Más que nunca, las familias se reordenan hoy siguiendo las derivas de lo real de la no relación sexual y de una economía del goce que no se subordina a un significante en particular, ya sea el del Nombre del Padre o cualquier otro que quisiera substituirlo. Porque “en la economía del goce, un significante amo vale lo mismo que otro cualquiera”.[11] La inestabilidad de los vínculos familiares no sigue hoy la lógica de los intercambios simbólicos sino la de esta equivalencia entre significantes amos que se intercambian según las condiciones del goce.
Dicho de otra manera, los términos se han invertido: si la familia intentaba ordenar lo real del goce, lo real del goce reordena hoy la familia, y ello en formas tan dispares como equivalentes entre sí.
La familia y su padre congelado
Las políticas actuales de “planificación familiar” responden al legítimo derecho al goce que el sujeto contemporáneo defiende también como el derecho de tener y formar una familia según sus condiciones de goce. Pero las propuestas posibles siguen inevitablemente la estela de un fenómeno que Lacan había anticipado ya a finales de los años 50’ con su comentario de la figura del “padre refrigerado” o congelado, ya sea en su sentido figurado como literal.[12]
La posibilidad introducida por la tecnociencia del embarazo por inseminación artificial realizaba ya entonces de manera directa la separación radical entre la función simbólica del “pater” y la función real del “genitor”. Hoy es una realización —en el sentido de hacerlo real— que está al orden del día, lo que deja más lugar todavía a la proliferación de las figuras imaginarias del padre que, por otra parte, siempre han existido en los fantasmas más familiares de cada sujeto. Se trataba entonces de “una pequeña noticia que [venía] de lo más profundo de América. Tras la muerte de su marido, una mujer, comprometida con él por el pacto de un amor eterno, se hace hacer un hijo suyo cada diez meses […] Es la ilustración más sobrecogedora que podamos dar de lo que llamo la x de la paternidad”.[13] El comentario de Lacan sigue siendo hoy de actualidad. No sólo el padre simbólico es el padre muerto, como novelaba el mito freudiano del padre muerto de la horda primitiva, el padre asesinado por los hijos para acceder al goce. A partir de esta posibilidad introducida por la tecnociencia también el padre real es el padre muerto, el padre del que en este caso se habían extraído y congelado los espermatozoides. Pero, precisamente, la noción de padre real, tal como ya señalaba Lacan en aquel momento, no se confunde en ningún caso con la fecundidad.
Lo real del padre sigue siendo hoy un enigma, una “x” que cada sujeto resuelve a su manera, con su síntoma en primer lugar. Y para ese síntoma no hay planificación posible.
Lacan anticipaba ya en aquel momento la necesidad del reordenamiento de la clínica que llevó a cabo dos décadas después con la noción de sinthome: “La distinción de lo imaginario, lo simbólico y lo real no bastará tal vez para plantear los términos de este problema, cuya solución no me parece próxima”.[14] En efecto, las nuevas formaciones familiares no se resuelven siguiendo esta distinción que permitía definir sus lugares desde lo simbólico de manera más o menos nítida. Las demandas de formar una “familia a pedido” y las posibilidades reales de responder a ellas siguen hoy inevitablemente las derivas del síntoma que, para cada sujeto, vienen al lugar de la inexistencia de la relación sexual.
Es a estas nuevas derivas, y a sus nuevas servidumbres, que el psicoanálisis de hoy y este próximo VIII ENAPOL deberán saber responder.